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martes, 10 de agosto de 2010

El solecito tan calientote

En su primer libro de lingüística aplicada llamado Un solecito tan calientote, mi madre consolida una de las premisas que empezó a explorar en su tesis doctoral: lo que el discurso de un niño de doce años gana en estructura con respecto a uno de cinco, lo pierde en espontaneidad. Ha llegado a la conclusión de que demostrablemente la escuela y los maestros son los causantes de esta enajenación acaso inevitable, pues, hasta cierto punto, crecer siempre implica sacrificar un poco del impulso individual al orden social.

Frente a esta realidad, el Solecito tan calientote la hace miembro de un conjunto de educadores que comparten una utopía fascinante: ¿Cómo impulsar el desarrollo de los niños sin robarles espontaneidad?, ¿Cómo ayudarles a convertirse en ciudadanos del lenguaje sin exiliarlos de su propia voz?, ¿Cómo acompañarlos en la tarea de hacerse más humanos sin alterar la autenticidad que reside en su núcleo individual?

Su libro está dirigido a la población de sencillos maestros de primaria –los que enseñan en las escuelas públicas, los que enseñan en la sierra y en el campo— que han construido su práctica profesional en el vacío de textos académicos serios que les simplifiquen las dificultades que enseñar la lengua entraña. Pretende ayudarles a fortalecer el espíritu de su labor educativa y encarnar el respeto a la individualidad, el ritmo y el proceso de los alumnos a los que enseñan; hacerles ver que “educar” viene de la voz latina educere que significa “sacar de”, no, “meter en”…

Durante la presentación de su libro, mientras habla vívidamente de su vocación educativa, viene a mi mente una idea que es un lugar común para los psicólogos: la vocación tiene su origen en raíces inconscientes; a través de ella las personas frecuentemente reparamos aspectos de nuestra personalidad o nuestra historia. No es distinto para ella…

Cuando mi madre tenía cinco años, en las tardes de los primeros días de preprimaria, regresaba radiante de la escuela, pues le estaban enseñando a leer y a escribir. No platicaba de otra cosa en las sobremesas que no fuera su asombro por las palabras y sus letras. Era siempre la primera en levantarse pues le corría prisa por continuar su aventura en el mundo de los recién encontrados caracteres.

Cuentan que una tarde mi abuela regresó a casa exhausta y se sentó con mi madre a revisar la tarea, para descubrir que la plana estaba plagada de errores, y que por más que la corregía, mi madre caía nuevamente en el mismo yerro. En un arranque de desesperación mi abuela se prendió del pelo de mi madre y le puso unas jaloneadas terribles.

Tuvo que llegar mi tía a calmarla. “¡Mamá, tranquila!” –le dijo—“¿Qué no ves que Becky es una niña? ¿Qué no ves que apenas está aprendiendo?” Y mientras esto decía, secaba las lágrimas de las mejillas de mi madre, que no dejaba de ver a mi abuela, con ojos grandes, llenos de susto y desconcierto…

Al relatar esta historia, mi tía sostiene que mi abuela perdió la paciencia y le pegó a la niña simplemente porque cargaba un mal día a cuestas…

En su libro, mi madre borda implícitamente una tesis distinta: el abuso del educador es más bien consecuencia de la ignorancia: cuarenta y tantos años más tarde, mi madre le explica a su madre -ya muerta- que los niños, cuando están aprendiendo a escribir, cometen errores normales, pues invierten la “b” y la “d”, confunden la “p” con la “q”, y creen, en contra de la lógica aristotélica y los principios gramaticales de la lengua española, que el solecito, --chiquito--, es en realidad calientote

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