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martes, 3 de agosto de 2010

Jesús de Ojinaga

Jesús nació en Ojinaga, un pueblito de la frontera mexicana que está condenado a la marginación, pues los hombres migran en busca de trabajo a los Estados Unidos antes incluso de que les crezcan las barbas. Un pueblo de treintamil habitantes cercado por un cañón y a cuatro horas del poblado más cercano.

En el barrio de Jesús no había más de treinta personas: veintisiete hombres, tres mujeres. De los veintisiete, la mayoría optaron por una forma de dormirse, de aniquilar la sed: o son borrachos, o son drogadictos, o roban, o agotan el dinero en apuestas.

Algo mantuvo a Jesús en una parcela aparte.

Quizá fue su madre que estaba hecha de cuero impenetrable: no se dobló ni cuando el padre de Jesús la abandonó. Se contaba que era tan recia que un día incluso, encarceló a uno de sus hijos por desobediente. La anécdota, cuando se contaba, llevaba una gota de alegría a todos los reclusos del presidio de Ojinaga: “¿Y tú por qué estás aquí?", le preguntaban a su hermano. “Por desobediente”... La respuesta les arrancaba una risa del último rincón de inocencia aún que les quedaba.

Quizá su aspiración de ser distinto fue alimentada por la cercanía al único otro hombre del barrio que había conseguido escapar a la mediocridad: el locutor de la radio del pueblo. Aquel hombre hablaba todas las tardes a una audiencia ínfima a través del micrófono. Creia a piejuntillas que sus arengas contrapuntaban el mediocre destino del pueblo. Hablaba, para quien tuviera oídos atentos, de la importancia de perseguir los sueños.

Jesús creció y decidió que había nacido para ser técnico en refrigeración. Así afirmaba a quien se lo preguntara y seguramente ese hubiera sido su destino si no hubiera existido un hombre sencillo que fue su profesor de química en los albores de la preparatoria. El profesor era hosco y estricto. No sentía Jesús ninguna simpatía por él, perdió pronto el entusiasmo por la materia y se volvió un mal estudiante.

El profesor –hábil banderillero-- un día lo sentenció avisándole que no pasaría su materia y que nunca sería técnico en refrigeración, más aún, sería un vago como todos los de su barrio. El espíritu de Jesús fue herido, brotó de él un feroz orgullo cuando el profesor lo mandó a un examen especial. Jesús estudió y aprobó, pero aún su coraje persistía.

El profesor se mantenía en silencio. Al día siguiente le informó que lo había inscrito en el concurso regional de química y le entregó tres libros para que estudiara. Conforme el concurso se acercaba, Jesús, que trabajaba y estudiaba al mismo tiempo, sintió que el cansancio lo vencía... era difícil sostener el ritmo. Desistió.

Entró al aula cuando el profesor estaba solo y sin pausa le espetó: “¡Tenga sus estúpidos libros! Ya me harté de su juego... No puedo...” El profesor lo arrinconó contra las tablas, lo pasó a la pizarra y le obligó a escribir la última frase. Le aventó el borrador: “¡Borra eso! ¡Bórralo!”, exigió. Jesús, sin palabra, salió del aula.

El profesor no cedió en la lidia, le llamó y lo invitó a cenar a su casa. Jesús asistió. Fue una cena tensa, en absoluto silencio. El profesor permaneció con la vista clavada en el plato toda la noche. Al terminar ofreció la muleta: “Acompáñame. Voy a hacer algo que nunca he hecho, que me incomoda, pero creo que es necesario.” Lo llevó a su estudio. En las paredes estaban colgados una serie de reconocimientos y diplomas. El profesor había salido de un poblado de Oaxaca y se había graduado en la Universidad de Chapingo como ingeniero agrónomo. Su talento le había hecho merecedor de infinidad de premios. Se tiró, en ese momento, a matar: “Por alguna razón, cuando te veo, me veo a mí mismo hace veinte años. Jesús, yo creo que tú no naciste para ser técnico en refrigeración, naciste para ser algo más grande. Para que comprendieras esto quise que vinieras a mi casa....”

Jesús, tocado, ganó el concurso estatal de química y consiguió el tercer lugar en el nacional. Un brío apenas descubierto lo llevó a hacerse ingeniero químico, estudiar una maestría, volar por encima del cañón de aislamiento que cercaba a su pueblo, pagar la carrera a su hermano y convertirse en investigador en un instituto de tecnología de punta. Para perseguir el sueño de su vocación, tuvo que dejar atrás a la mujer que amaba.

Pronto su afán incontenible lo llevó a crecer en la organización y lo hicieron gerente. En ese momento –quizá marcado por el modelo de su madre—asumió su rol de liderazgo con férrea mano y voz de trueno; su inflexible exigencia provocó, en no pocas ocasiones, batallas y confrontaciones con los ingenieros a los que conducía. Tal era la bruta presión que Jesús ejercía, que uno de ellos lo retó a golpes una mañana en pleno taller de operaciones.

A los treinta años hundido en una espiral de beligerancia y estrés, repentinamente, se le desprendió un pulmón. Solo, en una sala de hospital, rozando la muerte, lejos de Ojinaga, comprendió quizá apenas la profundidad de la lección que encerraba la vocación de su maestro de química: Jesús un tipo puro logro, un solista al que su historia ha enseñado que para conseguir su sueño hay que embestir con brío, quiere ahora aprender a lidiar con clase; quiere aprender a tocar en conjunto; quiere poder ver en otros lo mismo que en él, algún día, vio su profesor.

Y quizá para eso es que estoy yo ahí, para escuchar esa historia. Para acompañarlo a explorar ese deseo hasta donde llegue...

Arturo Peón

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